martes, 14 de diciembre de 2010

Deportado

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Por Daniel Joya

Salió del aeropuerto impactado por el mar de gente arremolinada en el área de espera. De entrada no podía distinguir entre la alegría de los que venían a repisar el suelo patrio y el júbilo de quienes impacientes esperaban a los ausentados. Tampoco diferenciaba entre la congoja en los que se despedían y la impotencia de los que veían partir. En los aeropuertos de hoy, como en las terminales de autobuses medio siglo atrás, la gente se aleja y reencuentra, en la dinámica de marañosas jugadas del destino que obligan a dejar la comodidad de su sala para ir en pos de ilusiones. Llamémosles por esta vez sueño americano, para asumir que una vez al otro lado ya nadie querrá despertar, como medida de auto defensa ante los embates de recuerdos que crudamente cercenan los deseos de volver; un éxodo sin Moisés hacia la tierra que fluye dólares y esperanzas, salvo que en este caso se va del desierto hacia Egipto. Para los Salvadoreños partir no solo encarna el inicio de la proeza, sino que viene a ser la última alternativa antes que quedarse a esperar la defunción, por hambre u otro efecto colateral del violento Neoliberalismo.

Antes la familia se separaba dado el espíritu aventurero de la figura patriarcal o el batir de alas de la prole, hoy la pobreza que ya tocó fondo en los hogares mestizos, concurre en el trayecto al descalzo con pocas letras, al empleado corbatudo y hasta a la madre recién comenzando amamantar. Estos aprendices de refugiados, “guanacos hijos de puta” haciendo poesía de amor para Roque Dalton, son los eternos errantes que en su momento se anotaron para trabajar en las bananeras Hondureñas y a pesar de Somoza también fueron a Nicaragua a tomar provecho de las oportunidades del trabajo agrícola. Otros sin saber adonde quedaba, presente la fiebre del oro negro, se embarcaron hacia Arabia Saudita, sin quejarse de lo arenoso y pegajoso del sol desértico. Hubo así mismo, los que con igual empuje abonaron con sudor y sangre la construcción del Canal de Panamá. Dicen que los salvatrucos han sido vistos moviéndose de aquí para allá, del oriente al occidente, de norte a sur, y viceversa, ganándose el sustento en el mismo ombligo del diablo.

Con el advenimiento de la guerra civil algunos se alejaron por temor a volverse blanco de la desenfrenada ayuda militar Estadounidense. Así se formaron colonias guanacas en Canadá, Cuba, Suecia, Estados Unidos, Nicaragua, Australia y quien sabe en cuantas otras esquinas del planeta. Pasado el conflicto armado se creyó que el flujo de diásporos menguaría, más nuevamente sobraron los motivos y se acentuaron los deseos de escapar para no ser devorados por la nefasta propiedad privada en función de pocos.

El personaje de este relato era un hombre que retornaba forzado por el destino, no para cumplir con el dicho de “la que es puta vuelve”, mucho menos porque el ombligo le llamara. Era un retorno sin plan previo, carente de razonamiento o de reposada decisión. Lo mandaron de romplón y ahora se resituaba dentro de las veintiún mil (o menos después de perdidos los bolsones fronterizos en el litigio de La Haya) tiras de suelo que le parieron.

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